Aligeremos peso. Corría la década de los 50 del pasado siglo cuando un fenómeno surgió entre los aficionados a las motos en Inglaterra, esencialmente entre la tribu rocker, cuando los jóvenes decidieron sacrificar piezas de sus hierros en pos de la velocidad, incluyendo caretas o carenados ligeros, rectificando chasis y eliminando los elementos que sobrecargaban sus monturas, retrasando las estriberas para que la posición del piloto se hiciese más aerodinámica, reduciendo el tamaño de los manillares y bajándolos con el mismo fin, que no era otro que conseguir la moto más rápida y manejable, así como la más ruidosa. Se instauraron oficiosamente rutas conformadas por cafés, que no eran otra cosa que bares de carreteras, y entre uno y otro se disputaban las carreras. En la Inglaterra de posguerra era difícil que los jóvenes pudieran hacerse con motos de marcas prestigiosas, menos aún de cilindradas elevadas, por lo que cualquier moto era apta para ser transformada y exprimida al máximo. De hecho, la mayoría de las motos que nos ocupan se construían a partir de piezas de otras, adquiriendo el protagonismo reconocido las Triton, compuestas por piezas de Triumph y Norton, ambas prestigiosas firmas británicas.
La competición estaba servida, y según se masca, entre café y café se intentaba sacar todo el jugo posible a la moto para llegar de uno a otro en el tiempo que duraba el Rock n’Roll que sonaba en los jukeboxes de los bares.
Debido al auge del fenómeno, las marcas comenzaron a fabricar en serie motos que cada vez se asimilaban más a las que eran transformadas, dejando poco abanico a la mejora, lo que hizo que con el paso de los años, el fenómeno cafe racer fuese disminuyendo, mas permaneciendo latente, agazapado, para saltar sobre sus presas en el siglo XXI, con un florecimiento espectacular que hace las delicias de motoristas de todas las edades, acompañado de la elegante estética retro de la que hacen gala sus usuarios.
Sin duda alguna, el café, solo, por favor.
Juan Mármaro