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Contacto. Arranque. La máquina comienza a rugir. Se hace la música. Que el corazón sea de carburación o de inyección es lo de menos, lo importante es que lata correctamente. Subimos a nuestra montura. Prendemos luces. Tiramos del embrague, metemos primera bajando la palanca de cambio con el pie izquierdo, aceleramos y nos ponemos en marcha. Vamos alcanzando la velocidad correcta a medida que ascendemos de marcha. Sentimos el viento. Nos dejamos flotar. Es indiferente qué posición nos obligue a adoptar la máquina. La sensación de libertad se masca. Se agradece el fresco, eso nos mantiene alerta. Rodar, rodar y rodar. Nadie que no haya conducido una motocicleta podrá experimentar la pureza. No importa que se cabalgue sobre una montura antigua o moderna. No importa el camino que tengamos que recorrer: carreteras rectas, curvas reviradas, pistas específicas, terrenos abruptos, caminos terreros, rocas casi verticales. La comunión entre piloto y máquina conduce al estado de gracia, una simbiosis solamente alcanzada cuando aquel conoce lo que demanda el metal simplemente por el sonido. No importa el estilo favorito, ya sea clásico, scrambler, cafe racer, brat, racing, cross… No importa la marca. Lo importante es saberse dueño de un ápice de libertad, sentirse uno de los amos del viento, experimentar la sensación de volver a la adolescencia, dejar que el viento arrastre los años y disfrutar. En el horizonte se abren mil caminos, como en la mismísima vida, y hemos de elegir, pero siempre experimentando el brío de la libertad, dejando atrás los problemas. Conducir una moto no es simplemente conducir, es pilotar, con las limitaciones de cada piloto, pero pilotar, no desplazarse sin más. Aun empleando la moto como vehículo para desplazarnos al trabajo, esos instantes a lomos de nuestra máquina suponen un recreo, una diversión que nos lleva a degustar la vida, a tragos largos o lentos, a apreciar el valor de las pequeñas cosas. Somos espíritus libres.

Juan Marmaro